domingo, 15 de noviembre de 2009

Lo que Epícteto jamás imaginó

Irene Farias (*)



En Hierápolis, en el año 55 de nuestra era, nació un hombre que vivió la mayor parte de su vida como esclavo en la grandiosa Roma. Su pensamiento, arraigado en el estoicismo, aportó enseñanzas muy valiosas que lo situaron entre los representantes que perduran de la filosofía de Grecia. Debido a ello, uno de sus discípulos, Flavio Arriano, decidió recoger toda la riqueza de sabiduría de su maestro en un manual de discursos, Enchyridion.
Nunca se conoció el nombre de ese esclavo; debido a ello, su obra nos llega como perteneciente a Epícteto de Frigia, palabra que remite a su situación de hombre esclavo puesto que, en lengua griega, la palabra epiktetos significa “adquirido, comprado, no libre”.
A los 43 años, ya en condición de liberto, fue exiliado, al igual que todos los filósofos residentes en Roma y se dirigió hacia el noroeste griego, a la ciudad de Nicópolis. Allí abrió su propia escuela, y, a pesar de que sus enseñanzas se aplicaron a varias disciplinas, los textos que se conservan tratan casi en su totalidad de ética.
Más que un filósofo, muchos lo han tildado de moralista. Sus frases son recordadas y circulan en la actualidad. Es más, en una de ellas, “El infortunio pone a prueba a los amigos y descubre a los enemigos”, me parece ver en germen el tópico reconocido como el de los dos amigos que tan a menudo se ha encontrado en las ficciones literarias y que generalmente atribuyen a Pedro Alfonso (1062 - 1140) en su Disciplina Clericalis.
Así me vienen a la memoria personajes literarios como Hamlet y Horacio; el Conde Lucanor y Patronio; Don Quijote y Sancho Panza; Juan Moreira y Julián Andrade; Sherlock Holmes y Watson; Edmundo Dantés y el Abate Faria; Robinson Crusoe y Viernes; Peter Pan y Campanita.
Desde el cine, Batman y Robin; el Gordo y el Flaco; Abbot y Costello; Martin Riggs y Roger Murtaugh (“Arma Mortal”).
En el formato televisivo a partir de la década del ’50: el Llanero solitario y el Indio Toro; el Zorro y
Bernardo; Cisco Kid y Pancho; Morky y Mindy; Starsky y Hutch; en nuestro país, Fresco y Batata; el Capitán Piluso y Coquito; Firulete y Cañito; Carozo y Narizota.
En dibujos animados, el coyote y el correcaminos; Tweety y Sylvester; Chip y Dale; Tom y Jerry; Anteojito y Antifaz.
También desde el comic: Pelopincho y Cachirula; Diógenes y el Linyera; Inodoro Pereyra y Mendieta, etc.
La frase de Epícteto impuso una impronta, la literatura y sus posteriores manifestaciones culturales la han ido reformulando. Las cosmovisiones de cada nueva sociedad también.

(*) Irene Farias es Licenciada en Letras por la UNLZ y fotógrafa profesional. En exclusiva para El perro escribió este artículo.

domingo, 1 de noviembre de 2009

Descatalogados (IV)

¿Quién se olvidó de la poesía?

Jorge Aloy


La Margarita

Mauricio Rosencof

Ed. Colihue

1994

80 Páginas




En La margarita veinticinco sonetos encadenan una historia simple y fascinante donde el yo lírico va construyendo, con paciencia de araña, el amor ideal. Sin necesidad de recurrir a metáforas gastadas o imágenes sublimes, Mauricio Rosencof (Uruguay 1933), nos sitúa en el lugar donde todo es posible: el barrio. En este caso es un barrio que sólo podemos encontrar hoy en los recuerdos. De este modo, la evocación se transforma en un recurso creador que va desde el nacimiento de los poemas hasta la mismísima lectura.
Rosencof, dramaturgo, poeta y novelista, compuso esta obra en un calabozo situado bajo tierra. La dictadura uruguaya lo mantuvo detenido entre 1972 y 1985 en condiciones ilegales e infrahumanas. Así y todo, no lo pudieron destruir ni psicológica ni físicamente.
Rosencof estaba incomunicado. El contacto con el mundo era a través del guardia cárcel, un hombre que no sabía leer y escribir. Ese simple hecho generó un pacto. El guardia necesitaba escribirle unas cartas de amor a una mujer y no encontró mejor opción que pedirle a Mauricio Rosencof que lo haga. Por supuesto que no se negó, pero a cambio le pidió que le dejara prestada la lapicera.
Rosencof ya había urdido en su mente a La Margarita. En setenta y dos horas escribió los sonetos en papel para cigarrillos que luego envolvió en pedazos de nylon y colocó en los dobladill
os de la ropa. Dice Rosencof: “Cada treinta días se la podía mandar a la vieja para que me la lavara. Así salió La Margarita, que con el tiempo musicalizó Jaime Ross”.
En los sonetos no hay odio, no hay rencor. Es sólo una idea unitaria que se desarrolla progresivamente mientras recorre los versos. El amor, el barrio, la amistad, la visión inocente de los jóvenes son los tópicos frecuentes en estas evocaciones.
Como si fuera poco, la musicalización de Jaime Ross, altamente recomendable, le da amplitud a la estética de Mauricio Rosencof. En una palabra, aquí hay todo para leer, todo para escuchar.