viernes, 15 de enero de 2010

Incipit XIII (Cuentos)

El tren salía a las ocho o tal vez a las ocho y media. Recién diez minutos antes enganchaban la locomotora pero de cualquier forma el tío se ponía nervioso una hora antes. Todos los del pueblo eran así. Apenas llegaban y ya estaban pensando en la vuelta. Su padre había hecho lo mismo. La mitad del tiempo pensaba en las gallinas, que comían a su hora, o en el perro, que había dejado en lo del vecino. Para el Buenos Aires era la Torre de los Ingleses, Alem, la avenida de Mayo y, por excepción, el monumento a Garibaldi, en Plaza Italia, porque la primera vez que vino, con la vieja, se extraviaron y fueron a parar allí. Se sacaron una foto y el tipo de la máquina los puso en un tranvía que los llevó a Retiro. De cualquier forma llegaron una hora antes y con todo estaban tan excitados que casi se meten en otro tren.
(Perdido. Haroldo Conti)

Los diversos y exagerados rumores desparramados con motivo de la conducta que observé en compañía de Rigoletto, el jorobadito, en la casa de la señora X, apartaron en su tiempo a mucha gente de mi lado.
Sin embargo, mis singularidades no me acarrearon mayores desventuras, de no perfeccionarlas estrangulando a Rigoletto.
Retorcerle el pescuezo al jorobadito ha sido de mi parte un acto más ruinoso e impruden
te para mis intereses, que atentar contra la existencia de un benefactor de la humanidad.
(El jorobadito. Roberto Arlt)

A veces, en el Bois, un ciervo cruzaba un sendero. Por todas partes había gente comiendo, bebiendo, tomando café. Un borracho se paseaba gritando: “¡Deprisa! Comed sobre la hierba. ¡Un día de estos, la hierba comerá sobre vosotros!”.
(Infancia. Jacques Prevert)

Confieso que inicio el extraño relato que va a leerse con una aprensión total. Los acontecimientos que me propongo narrar en detalle son de naturaleza tan extraordinaria, tan infrecuente, que estoy dispuesto de antemano a encontrar en el lector una mezcla poco común de incredulidad y desprecio. Desde ya acepto lo uno y lo otro.
(La “cosa”. Fitz James O’Brien)

Se me acercó en el entreacto, en uno de los pasillos del teatro de la ópera. Era un personaje tan notable como los que actuaban en el espectáculo. Su traje de distintos colores parecía recién comprado, tal vez una o dos horas antes de la función, lo cual quedaba expuesto en la etiqueta de la sastrería que seguía adherida al cuello del saco, mostrando al espectador indiferente, de modo indiscreto, el número, el talle y el precio de la prenda.
(El hombre de Solano. Francis Bret Harte)

Apéndice XV del Diccionario del diablo de Ambrose Bierce

Soga, s. Instrumento que va cayendo en desuso, para recordar a los asesinos que ellos también son mortales. Se coloca alrededor del cuello y acompaña al usuario hasta el fin de sus días. En muchos sitios ha sido reemplazada por un artefacto eléctrico, más complejo, que se aplica a otra parte del cuerpo; pero este sistema, a su vez, está siendo rápidamente sustituido por un aparato llamado "sermón".

Suficiente, adv. Todo lo que hay en el mundo, siempre que a usted le guste.

Tacaño, adj. El que indebidamente quiere conservar lo que muchas personas meritorias aspiran a obtener.

Teléfono, s. Invención del demonio que suprime algunas de las ventajas de mantener a distancia a una persona desagradable.

Telescopio, s. Artefacto que tiene con el ojo una relación similar a la que tiene el teléfono con el oído, permitiendo que objetos distantes nos mortifiquen con multitud de detalles inútiles. Afortunadamente carece de una campanilla que nos llame al sacrificio.

Tierra, s. Parte de la superficie del globo, considerada como propiedad. La teoría de que la tierra es un bien sujeto a propiedad privada constituye el fundamento de la sociedad moderna, y es digna de esa sociedad. Llevada a sus consecuencias lógicas, significa que algunos tienen el derecho de impedir que otros vivan, puesto que el derecho a poseer implica el derecho a ocupar con exclusividad, y en realidad siempre que se reconoce la propiedad de la tierra se dictan leyes contra los intrusos. Se deduce que si toda la superficie del planeta es poseída por A, B y C, no habrá lugar para que nazcan D, E, F y G, o para que sobrevivan si han nacido como intrusos.

Tinta, s. Innoble compuesto de tanogalato de hierro, goma arábiga y agua, que se usa principalmente para facilitar la propagación de la idiotez y promover el crimen intelectual. Las cualidades de la tinta son peculiares y contradictorias: puede emplearse para hacer reputaciones y para deshacerlas; blanquearlas y ennegrecerlas; pero su aplicación más común y aceptada es a modo de cemento para unir las piedras en el edificio de la fama, y de agua de cal para esconder la miserable calidad del material. Hay personas, llamadas periodistas, que han inventado baños de tinta, en los que algunos pagan para entrar, y otros pagan por salir. Con frecuencia ocurre que el que ha pagado para entrar, paga el doble con tal de salir.

Tipografía, s. Pestilentes trozos de metal, sospechosos de destruir la civilización y el progreso, a pesar de su evidente papel en este diccionario incomparable.

Trabajo, s. Uno de los procesos por los que A adquiere bienes para B.

Trabar amistad, v. i. Fabricar un ingrato.

Tregua, s. Amistad.

viernes, 1 de enero de 2010

Los hermanos Grimm y el espejito de la reina

Irene Farias

Una reina buena expresa su deseo: “¡Ojalá tuviera una niña tan blanca como la nieve, tan roja como la sangre y tan negra como la madera de ébano!” Un tiempo después nació Blancanieves.
Su madre muere y el rey se casa con otra reina: “Era una mujer bella pero orgullosa y arrogante, y no podía soportar que nadie la superara en belleza. Tenía un espejo maravilloso y cuando se ponía frente a él, mirándose le preguntaba: “¡Espejito, espejito de mi habitación! ¿Quién es la más hermosa de esta región? Entonces el espejo respondía: La Reina es la más hermosa de esta región. Ella quedaba satisfecha pues sabía que su espejo siempre decía la verdad.”
Un día, al manifestar el espejo que Blancanieves la superaba en hermosura, la soberana pide a un cazador que la mate. “El cazador obedeció y se la llevó, [...] como era tan linda, tuvo piedad y dijo: ¡Corre, pues, mi pobre niña!”
Cuando los enanitos la descubren durmiendo en una de sus camas, exclaman: “¡Oh, mi Dios qué bella es esta niña!”
Cuando la reina se entera de que aún está con vida “[...] reflexionó y buscó un nuevo modo de deshacerse de ella pues hasta que no fuera la más bella de la región la envidia no le daría tregua ni reposo.”
“Denme ese ataúd; les daré lo que quieran a cambio [...] pues no puedo vivir sin ver a Blancanieves” dijo el príncipe al conocer a la princesa a quien todos creían muerta.
A principios del siglo XIX los hermanos Jakob y Wilhelm Grimm se dieron a la tarea de recopilar cuentos tradicionales y de elaborar aquéllos que provenían de la tradición oral. Publicaron dos tomos, -en 1812, el primero, en 1815, el segundo-, entre los cuales figura “Blancanieves”, que llevaron por título Cuentos de hadas de los hermanos Grimm. Puede, si se desea, acotarse este género al estudio de la literatura infantil. P
ero sería un desperdicio hacerlo, puesto que los autores tuvieron el mérito -más allá de su tarea filológica- de traernos desde tiempos inmemoriales, una muestra del perfil de la belleza femenina y la valoración que a ella se le otorgaba. Sin ir más lejos, la beldad de Blancanieves es anhelada por su madre como un don valioso para su descendencia; para la reina mala, es un motivo de envidia que la lleva al homicidio; para el leñador, amerita otorgar el beneficio de vivir; para los enanos, la admiración; para el príncipe, una posesión. Pero a ninguno de ellos pasó inadvertida la belleza de Blancanieves.
Si realizamos una trasposición temporal hasta nuestros días, podremos no encontrar reinas, leñadores, enanos y príncipes de cuentos, pero sí una similar concepción de la belleza femenina. Maravillosa tarea la de los cuentos tradicionales: nos muestran el pasado y nos dicen verdades como el espejito de la reina.